jueves, 11 de junio de 2009

Trenes a Retiro


Subo. Me siento.
Atrás mío sube él, pero no se sienta. Ojos claros tiene, blancos, como bolitas lecheras. Ojos que suben y bajan, como la gente del tren. Es claramente pobre y aparentemente loco. Toca la armónica.
Su mano, desabrigada, vuelta hacia arriba la palma, me mira. Recién interpretó una pieza breve, ansiosa de monedas. Le doy.
Sentado al lado mío hay un pibe, como yo pero rubio. Hurga en su bolsillo.
La misma mano, algo más extendida, temblorosa, vuelta hacia arriba la palma, lo apura. Yo me limito a mirar porque ya di.
“¿Mo-ne-das?”. “¿Mo-ne-di-tas?”. El pibe se pone nervioso. Yo también. Prueba con el otro bolsillo, el izquierdo. “Nayuda, nayudita”. Todavía me quedan algunas monedas y me dispongo a hacer una segunda donación con tal de que la escena avance. “Nayudiiiita”, repite el hombre con voz lastimera. Levanto la cabeza y veo al pibe que se incorpora y empieza a tantearse los bolsillos del jean. La situación se hace insostenible. Ahora los ojos blancos me buscan a mí. En un claro gesto de altruismo entrego la respetable suma de $0,75 (setenta y cinco centavos). El hombre se cansa de esperar a mi compañero de asiento y se aleja haciendo ruido con las monedas. Este hecho, lejos de tranquilizar al pibe, aumenta su nerviosismo. Completamente erguido, se desprende de su saco y lo abre de par en par, buscando algún bolsillo interno que se le pueda haber pasado de largo en la requisa. El loco de la armónica ya está haciendo su número en el vagón de adelante. Yo me quedo mirando al pibe que ahora da vuelta la mochila y saca un cuaderno de tapa dura con una panorámica de Playa del Carmen mientras rumia algunas puteadas. Estoy azorado. Me pregunto si no debería haberle dado un poco más al hombre, un dos pesos quizás.
El vagón se va llenando a medida que pasan las estaciones. El loco de la armónica se baja en Colegiales y arrastra los pies por el andén en sentido contrario al tren. El pibe ni se mosquea, meta sacar papeles y otros enseres de escritorio de la mochila. Su asiento parece un catálogo de artículos de librería. Le estoy por decir que ya fue, pero me da cosa.
Dejamos atrás Tres de febrero. El guarda se acerca haciendo su consabido zig-zag por el pasillo. Cuando llega a nuestro asiento lo mira al pibe que está haciendo fuerza para meter el cuaderno de vuelta en la mochila -y que ya putea abiertamente- y después me mira a mí, pero, prudente, opta por hacerse el distraído y sigue de largo. Yo me quedo callado, con la mano levantada y mi boleto intacto. Guardo el boleto y disimuladamente lo miró al pibe. Está sentado, con la mochila sobre las piernas y una cara de culo importante. Pasamos la autopista. Escucho un cierre abriéndose. “Este pibe está loco”, pienso. Ya estamos entrando a Retiro cuando el susodicho lanza una puteada larga y bien modulada. Me levanto convencido de haber viajado junto a la reencarnación de la Madre Teresa, pero la emoción me dura lo que un suspiro. Como el que da el pibe mientras saca la mano de uno de esos bolsillitos ocultos que tienen las mochilas de ahora y le sonríe a su I-pod.

2 comentarios:

  1. por un momento pense que le habian afanado la billetera... pero no, era un garca nomás

    ResponderEliminar
  2. mira y verás:
    Respetuosamente, no es un poco pronto para calificarlo de garca?
    digo, tal vez quiso sacar monedas y al rebuscar con ese fin en el bolsillo donde guardaba su Ipod pensó que lo había perdido. Tampoco uno se va a tomar una perdida así muy a la ligera (aunque de eso no estoy muy seguro por que no tengo el gusto)

    ResponderEliminar